Su último suspiro, débil y cálido, se demora en sus labios fríos, mientras su cuerpo, que antaño parecía tan vigoroso y lleno de vida, ahora reposa inmóvil frente a ti. Desesperadamente, buscas a alguien o algo en la habitación que pueda ayudarte. Tus ojos se desplazan hacia cada rincón de la habitación, pero no hay nada ni nadie. En un arrebato de pánico total, saltas a su lado, y con los brazos tensos y las palmas de las manos sudorosas, empiezas a apretar su pecho con la esperanza de que, de alguna forma, esto bastará. Tras un lapso de tiempo que parece una eternidad, el cuerpo inmóvil se incorpora en una posición sentada, y la mujer empieza a toser y a jadear. El calor retorna a sus labios, mientras el preciado aire circula de nuevo por éstos. Su corazón lucha por retomar su ritmo, latiendo furiosamente al principio y, poco a poco, retoma su pulso regular y parejo. Cuando la emoción empieza a sosegarse, se miran el uno al otro; y cuando las miradas se cruzan, te das cuenta de algo: ella acaba de hacer el viaje de regreso de la muerte a la vida.
Esto es lo que la iglesia llama “avivamiento”, ese momento repentino y drástico cuando uno se topa con el evangelio y le permite transformar su vida instantáneamente. No obstante, fallamos al no reconocer que lo que sostiene la transformación del individuo por medio del evangelio no es ese shock inicial que estremeció el corazón de muerte a vida, sino el latido constante y laborioso del corazón que bombea esta nueva vida a través de todo el cuerpo. Así es como Cristo nos alcanza; Él no se detiene en el encuentro inicial ni tampoco nos abandona para que luchemos solos. Cristo impulsa Su gracia en nosotros rítmicamente, instante tras instante, día a día, para que, con seguridad y con Su aire en nuestros pulmones y Su vida en nuestros corazones, podamos afirmar que sus misericordias son nuevas cada mañana. Cristo es tanto el Autor como el Consumador de nuestra fe, y el Sustentador de todas las cosas.
¿Puedes imaginarte lo que sucedería si decidiéramos amar a las mujeres que nos rodean de forma constante e incansable, de la misma forma como Cristo nos persigue a diario? Con el poder del Espíritu Santo, podríamos ser una fuente de agua viva que salta y penetra las grietas de este mundo quebrantado para inundar con fuerza, sanidad y redención a los lugares tenebrosos más bajos. Podríamos ser un corazón con un latido constante y que bombea la sangre portadora de vida de Cristo en nuestras propias comunidades.
Con el fin de lograr este objetivo, debemos recordar que un latido constante difiere en gran manera del shock de un avivamiento. A diferencia de las sacudidas terrestres de las epifanías de un avivamiento, el latido opaco y regular de nuestros corazones pasa, a menudo, desapercibido. Proseguimos con nuestra vida, abrumados por nuestras responsabilidades, y no nos detenemos a pensar en aquello que mantiene a la sangre circulando en nosotros, lo que trae oxígeno a cada célula de nuestros cuerpos y que nos permite cumplir físicamente con todo lo que nos corresponde hacer.
De la misma forma, cuando amamos con un amor constante, duradero e inagotable, parecería que no se nos presta atención ni se nos da reconocimiento alguno. A veces, el desánimo nos embarga y sentimos que nuestros esfuerzos son vanos. A veces, nos parece que no vale la pena ese requerimiento de amar de forma intencional y con un amor que alcanza al prójimo.
Cuando, a la hora de alcanzar a las mujeres de tu vida, llegue este momento de desánimo, tómate un momento de pausa. Vuelve a sentir el latido de tu corazón en tu pecho y dale gracias al Padre que nunca se da por vencido con nosotros, que nos guía por el Espíritu Santo y que gentilmente nos alimenta con Su Palabra. Por medio de Él tenemos acceso a todas las cosas que atañen a la vida y a Dios. Mientras sientes el latido de tu corazón, recuerda también que la forma cómo podemos alcanzar a las mujeres de nuestra vida es al amar con el amor de Cristo, un amor incondicional e inagotable. Un amor humilde que lo soporta todo. Podemos alcanzar a las mujeres al ser fieles en lo poco y al alcanzarlas con la fuerza que proporciona la gracia. Amemos, mis queridas hermanas, no con grandes gestos, sino de forma firme y con propósito. Latido tras latido, pulso a pulso.
Escrito por Emily Bricker